lunes, 24 de septiembre de 2012

Capítulo 23: Larga espera



Estamos enfrente de tres montañas enormes, que no tienen mucha vegetación, excepto en el pie de la montaña del medio. Parece que estamos en una especie de desierto, que no tiene nada que ver con la jungla al lado de la playa de nuestro campamento. Ni tampoco con el frondoso bosque con su laguito de alrededor de la cueva.
Al llevarme a la cueva, Álvaro me ha desviado un poco del camino. A él le cuesta bastante mantener mi ritmo. Es resistente, pero lento. Muy, muy lento. Tardamos unas tres semanas en llegar al pie de la montaña. Bueno, dos semanas, tres días y unas cuatro horas. Empiezo a desesperarme. Cada segundo de cada minuto de cada hora de cada día de cada semana que he estado separada de Samuel se me han clavado como espinas en el corazón. Suena muy cursi, pero es la mejor manera de definir lo que siento en este momento. Mi corazón no puede aguantar más espinas. Si vuelvo a pasar un solo día sin él, sin saber cómo está, me voy a morir, lo juro.
-Ella, ya vale.- dice Álvaro cuando suelto un suspiro.- Vamos a encontrarlos dentro de nada, seguro. ¡Si ya hemos llegado a las montañas! Y no pueden ser tan grandes como parecen, ¿Verdad?- él mismo se ríe de su ocurrencia. Pues claro que son grandes. Son enormes. Le dirijo una mirada asesina. No hace falta que me recuerde que todavía nos falta mucho, que llevo casi tres semanas sin saber nada de ellos. Que probablemente estén todos muertos. Sigo recreándome en mi desasosiego un buen rato, en silencio y cabizbaja, hasta que Álvaro me habla. En realidad, no me doy cuenta de que me está hablando hasta un poco después. Parece que me ha hecho una pregunta y está esperando mi respuesta.
-Lo siento, no te he oído bien.- le digo.- ¿Podrías repetirlo?
-Ella, me estás poniendo de los nervios. ¡Venga ya! ¡Que no se acaba el mundo por que estés unos cuantos días sin tu novio! Te estaba preguntando que si tú también has oído eso.
-¿Oír el qué?- le pregunto. De verdad que no he oído nada. Bueno, pero tampoco le he oído a él hablarme, estando a su lado, así que no nos podemos fiar mucho de mi capacidad de atención.
-Como unos tiros. O golpes. O algo parecido. Por ahí.- dice, señalando hacia la montaña del medio.
No hace falta que me diga más. Salgo corriendo en esa dirección, sin importarme mucho si Álvaro puede mantener mi ritmo o no. Podrían estar disparando a los míos. Tengo que saber qué está pasando.
A la media hora más o menos de carrera casi ininterrumpida, entro en un bosque muy frondoso. Todo es muy… verde. Tengo que pararme a descansar. A los cinco minutos más o menos, Álvaro me alcanza. Me sorprende lo rápido que ha sido. Estoy atenta, por si escucho algún ruido, pero no se oye nada. Ni siquiera los sonidos propios de los animales del bosque. Es extraño. Al cabo de un rato, oigo como un silbido. Apenas me da tiempo a mirar en la dirección de donde procede el ruido, por donde se encuentra Álvaro, ya que me dan un fuerte golpe en la cabeza y me desplomo, cayendo en la inconsciencia. Pero, antes de cerrar los ojos, parece que oigo a mi ángel llamarme por mi nombre.
-¡Gabriela! ¡Oh, Dios mío, Gabriela! ¿Qué le habéis hecho?- dice mi ángel, arrastrando desesperación en sus palabras.
Me despierto con dolor de cabeza. Al tocármela, noto que alguien me la ha vendado. Me cuesta abrir los ojos. Cuando los abro, una luz me ciega. Parpadeo unas cuantas veces, y al fin consigo ver lo que hay a mi alrededor. ¿Y mi ángel? ¿Dónde está? A lo mejor fue un sueño, y me han cogido los chicos de negro. Estoy en una habitación pequeña, de paredes blancas. La luz que me cegó proviene de una gran claraboya que hay en el techo. Estoy sobre una cama. ¿Una cama?
Esto parece el mundo perfecto, pero la habitación parece demasiado pobre y sencilla. Álvaro está en la cama de al lado. Tiene una venda que le cubre el hombro derecho, casi al lado del corazón. Con mucho cuidado, puesto que todavía estoy un poco mareada, me levanto de la cama. Alguien me ha puesto un fino camisón blanco, como de algodón, viejo y desgastado por el uso, pero limpio. También me han quitado las botas. El suelo, de tierra, me mancha los pies. Me acerco a la cama de al lado, en donde Álvaro está durmiendo.  Al lado de su cama, hay un vaso de cristal y una jarra como de arcilla con agua.
-Álvaro, despierta.- le susurro. No quiero que los chicos de negro sepan que me he despertado. ¿Para qué nos atacan, y luego nos curan? Es un poco desconcertante.
 Una palabra se me cruza por la mente: tortura. Quieren que estemos sanos para poder torturarnos como a Samuel, para intentar descubrir en dónde se esconden los demás. ¡Pues no lo conseguirán! Al menos por mi parte. ¿Álvaro soportaría la tortura? Recuerdo una cosa que casi había olvidado: ¡Álvaro no siente dolor! Sonrío. No les va a ser tan fácil encontrar a mis amigos. Podrán matarnos a nosotros, pero de ese modo nunca los encontrarían. Sacudo a Álvaro, pero no despierta. ¿Le habrán drogado? Me siento furiosa. Cojo el vaso y lo rompo, cogiendo el trozo de cristal más grande y punzante de los trozos en los que se ha convertido el vaso. Me arranco un poco de mi venda y enrollo una punta para poder sostenerlo sin cortarme.
Busco una salida. Al fondo, al lado de mi cama, en la pared contraria a la que me encuentro, hay un biombo que parece hacer de puerta. A parte de la claraboya, no hay ventanas. Intento apartar el biombo, pero parece que algo lo atranca por fuera. Maldita sea… Dejo el cristal en el suelo, cojo carrerilla y le doy un golpe con la parte derecha de mi cuerpo al biombo. Tres, cuatro, cinco golpes. Al sexto, se cae. Salgo de la habitación, pero parece que no hay nadie. El pasillo está alumbrado por unas antorchas, no hay ventanas, ni claraboyas como en la habitación donde me he despertado, ni tampoco electricidad. Es extraño. ¿Por qué el gobierno no se ha encargado que su banda de sicarios infantiles profesionales viva con todas las comodidades posibles?
A éste lado del pasillo, no hay más habitaciones que la mía. En cambio, en frente, el pasillo se convierte en una serie de galerías oscuras, algunas de ellas iluminadas también con antorchas. Todo está pintado de blanco, supongo que para dar mayor luminosidad y frescor. Hace un calor bochornoso.
Al fondo de una de las galerías se escuchan unas risas, pero en otra que está más cerca se escuchan gritos. Vuelvo a la habitación, recojo el vidrio y lo sostengo en alto. Me acerco a la habitación de donde proceden los gritos, sosteniendo con fuerza mi vidrio. No puedo permitir que el miedo que tengo me impida luchar. Se lo debo a mis amigos. Y a Samuel. Él no querría que me atrapasen sin que opusiera resistencia alguna. Debo intentarlo. Por él. Y por Álvaro, que todavía sigue en la habitación, dormido. Debemos escapar y buscarles enseguida.
Las voces son todas adultas, menos una.
-¡No nos traeréis más que problemas!- está diciendo una voz de mujer.- Nosotros nos las hemos arreglado bastante bien por nuestra cuenta. ¿Qué te hace pensar que querríamos unirnos a vuestra lucha?
-Además,- añadió otra voz. Esta era masculina- os siguen. Esos dos chicos estuvieron a punto de encontrar nuestra entrada, sean amigos o no. ¿Quién sabe si el gobierno nos ha descubierto ya? Llevamos años viviendo aquí. Hemos formado una comunidad. Incluso han nacido niños aquí. ¿Pretendes que esos niños pierdan a sus padres en la guerra? Ha habido numerosas guerras en el mundo perfecto. Nosotros creamos este lugar con la esperanza de vivir siempre en armonía. ¿A caso quieres quitarnos nuestra paz?- el hombre enfurece por momentos. Si no estuviera hipnotizada por sus palabras, me hubiera ido rápidamente. Parece que son imperfectos, pues hablan del gobierno como enemigos. Pero, ¿Una comunidad estable? ¿Con niños, incluso? No puedo creérmelo.
-No podéis vivir siempre con la amenaza de un ataque inminente.-dijo el más joven, un chico- Puede que consigáis vivir dos, tres años más sin que os descubran. Un día, cuando salgáis de caza o a por agua, esos chicos os descubrirán y os matarán sin pensarlo. Os damos hasta las doce del medio día de mañana para pensar. Si no, nos iremos. Somos trece, todos con conocimientos de lucha. Incluso hay ex militares. Podemos entrenaros. Pensadlo bien.
-¿Por qué crees, chico perfecto, que aceptaríamos órdenes de uno de tu calaña? Sois todos iguales: derrochadores, engreídos y cobardes. Nunca te ha faltado nada. Nada te une a nosotros.
-No quiero lideraros, solo ayudaros. Y sí, me he criado en el mundo perfecto. Pero vosotros también lo hicisteis. Además, hay muchos imperfectos que me importan. Lo que me recuerda que debo ir a ver cómo está Gabriela. Consultadlo con los demás. Me apuesto lo que sea a que no quieren dejarse matar sin más, a que quieren luchar.
Estoy paralizada, en contra de la pared. ¿Ese es Samuel? No puedo creerlo. Bueno, sabía que tenía el don de la palabra, pero nunca lo había escuchado hablar así. Y esos idiotas. ¡Llamar a Samuel cobarde! ¡Ellos sí que lo son! Salgo de mi ensimismamiento y entro en la sala con aire decidido, queriendo poner en su sitio a aquellos viejos cobardes, pero todas mis pretensiones se esfuman al ver a Samuel. Él no está mirando en mi dirección, está enfrascado en la pelea. Se me cae el vidrio. El ruido que hace al caer es lo que atrae la atención de los tres adultos demacrados que hay en la sala y de Samuel, quien se vuelve bruscamente, en posición de combate, pero se relaja al verme.
-¡Gabriela, cariño! No tienes ni idea de cuánto te he echado de menos.- me dice con su sonrisa triste, la que me desarma por completo, en la boca. Incapaz de aguantarme, corro hacia él, llorando, pero riendo a carcajadas.

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