Estamos
enfrente de tres montañas enormes, que no tienen mucha vegetación, excepto en
el pie de la montaña del medio. Parece que estamos en una especie de desierto,
que no tiene nada que ver con la jungla al lado de la playa de nuestro
campamento. Ni tampoco con el frondoso bosque con su laguito de alrededor de la
cueva.
Al
llevarme a la cueva, Álvaro me ha desviado un poco del camino. A él le cuesta
bastante mantener mi ritmo. Es resistente, pero lento. Muy, muy lento. Tardamos
unas tres semanas en llegar al pie de la montaña. Bueno, dos semanas, tres días
y unas cuatro horas. Empiezo a desesperarme. Cada segundo de cada minuto de
cada hora de cada día de cada semana que he estado separada de Samuel se me han
clavado como espinas en el corazón. Suena muy cursi, pero es la mejor manera de
definir lo que siento en este momento. Mi corazón no puede aguantar más
espinas. Si vuelvo a pasar un solo día sin él, sin saber cómo está, me voy a
morir, lo juro.
-Ella,
ya vale.- dice Álvaro cuando suelto un suspiro.- Vamos a encontrarlos dentro de
nada, seguro. ¡Si ya hemos llegado a las montañas! Y no pueden ser tan grandes
como parecen, ¿Verdad?- él mismo se ríe de su ocurrencia. Pues claro que son
grandes. Son enormes. Le dirijo una mirada asesina. No hace falta que me
recuerde que todavía nos falta mucho, que llevo casi tres semanas sin saber
nada de ellos. Que probablemente estén todos muertos. Sigo recreándome en mi
desasosiego un buen rato, en silencio y cabizbaja, hasta que Álvaro me habla.
En realidad, no me doy cuenta de que me está hablando hasta un poco después.
Parece que me ha hecho una pregunta y está esperando mi respuesta.
-Lo
siento, no te he oído bien.- le digo.- ¿Podrías repetirlo?
-Ella,
me estás poniendo de los nervios. ¡Venga ya! ¡Que no se acaba el mundo por que
estés unos cuantos días sin tu novio! Te estaba preguntando que si tú también
has oído eso.
-¿Oír
el qué?- le pregunto. De verdad que no he oído nada. Bueno, pero tampoco le he
oído a él hablarme, estando a su lado, así que no nos podemos fiar mucho de mi
capacidad de atención.
-Como
unos tiros. O golpes. O algo parecido. Por ahí.- dice, señalando hacia la
montaña del medio.
No
hace falta que me diga más. Salgo corriendo en esa dirección, sin importarme
mucho si Álvaro puede mantener mi ritmo o no. Podrían estar disparando a los
míos. Tengo que saber qué está pasando.
A
la media hora más o menos de carrera casi ininterrumpida, entro en un bosque
muy frondoso. Todo es muy… verde. Tengo que pararme a descansar. A los cinco
minutos más o menos, Álvaro me alcanza. Me sorprende lo rápido que ha sido.
Estoy atenta, por si escucho algún ruido, pero no se oye nada. Ni siquiera los
sonidos propios de los animales del bosque. Es extraño. Al cabo de un rato,
oigo como un silbido. Apenas me da tiempo a mirar en la dirección de donde
procede el ruido, por donde se encuentra Álvaro, ya que me dan un fuerte golpe
en la cabeza y me desplomo, cayendo en la inconsciencia. Pero, antes de cerrar
los ojos, parece que oigo a mi ángel llamarme por mi nombre.
-¡Gabriela!
¡Oh, Dios mío, Gabriela! ¿Qué le habéis hecho?- dice mi ángel, arrastrando
desesperación en sus palabras.
Me
despierto con dolor de cabeza. Al tocármela, noto que alguien me la ha vendado.
Me cuesta abrir los ojos. Cuando los abro, una luz me ciega. Parpadeo unas
cuantas veces, y al fin consigo ver lo que hay a mi alrededor. ¿Y mi ángel?
¿Dónde está? A lo mejor fue un sueño, y me han cogido los chicos de negro.
Estoy en una habitación pequeña, de paredes blancas. La luz que me cegó
proviene de una gran claraboya que hay en el techo. Estoy sobre una cama. ¿Una
cama?
Esto
parece el mundo perfecto, pero la habitación parece demasiado pobre y sencilla.
Álvaro está en la cama de al lado. Tiene una venda que le cubre el hombro
derecho, casi al lado del corazón. Con mucho cuidado, puesto que todavía estoy
un poco mareada, me levanto de la cama. Alguien me ha puesto un fino camisón
blanco, como de algodón, viejo y desgastado por el uso, pero limpio. También me
han quitado las botas. El suelo, de tierra, me mancha los pies. Me acerco a la
cama de al lado, en donde Álvaro está durmiendo. Al lado de su cama, hay un vaso de cristal y
una jarra como de arcilla con agua.
-Álvaro,
despierta.- le susurro. No quiero que los chicos de negro sepan que me he
despertado. ¿Para qué nos atacan, y luego nos curan? Es un poco desconcertante.
Una palabra se me cruza por la mente: tortura.
Quieren que estemos sanos para poder torturarnos como a Samuel, para intentar
descubrir en dónde se esconden los demás. ¡Pues no lo conseguirán! Al menos por
mi parte. ¿Álvaro soportaría la tortura? Recuerdo una cosa que casi había
olvidado: ¡Álvaro no siente dolor! Sonrío. No les va a ser tan fácil encontrar
a mis amigos. Podrán matarnos a nosotros, pero de ese modo nunca los
encontrarían. Sacudo a Álvaro, pero no despierta. ¿Le habrán drogado? Me siento
furiosa. Cojo el vaso y lo rompo, cogiendo el trozo de cristal más grande y
punzante de los trozos en los que se ha convertido el vaso. Me arranco un poco
de mi venda y enrollo una punta para poder sostenerlo sin cortarme.
Busco
una salida. Al fondo, al lado de mi cama, en la pared contraria a la que me
encuentro, hay un biombo que parece hacer de puerta. A parte de la claraboya,
no hay ventanas. Intento apartar el biombo, pero parece que algo lo atranca por
fuera. Maldita sea… Dejo el cristal en el suelo, cojo carrerilla y le doy un
golpe con la parte derecha de mi cuerpo al biombo. Tres, cuatro, cinco golpes.
Al sexto, se cae. Salgo de la habitación, pero parece que no hay nadie. El
pasillo está alumbrado por unas antorchas, no hay ventanas, ni claraboyas como
en la habitación donde me he despertado, ni tampoco electricidad. Es extraño.
¿Por qué el gobierno no se ha encargado que su banda de sicarios infantiles
profesionales viva con todas las comodidades posibles?
A
éste lado del pasillo, no hay más habitaciones que la mía. En cambio, en
frente, el pasillo se convierte en una serie de galerías oscuras, algunas de
ellas iluminadas también con antorchas. Todo está pintado de blanco, supongo
que para dar mayor luminosidad y frescor. Hace un calor bochornoso.
Al
fondo de una de las galerías se escuchan unas risas, pero en otra que está más
cerca se escuchan gritos. Vuelvo a la habitación, recojo el vidrio y lo
sostengo en alto. Me acerco a la habitación de donde proceden los gritos,
sosteniendo con fuerza mi vidrio. No puedo permitir que el miedo que tengo me
impida luchar. Se lo debo a mis amigos. Y a Samuel. Él no querría que me
atrapasen sin que opusiera resistencia alguna. Debo intentarlo. Por él. Y por
Álvaro, que todavía sigue en la habitación, dormido. Debemos escapar y
buscarles enseguida.
Las
voces son todas adultas, menos una.
-¡No
nos traeréis más que problemas!- está diciendo una voz de mujer.- Nosotros nos
las hemos arreglado bastante bien por nuestra cuenta. ¿Qué te hace pensar que
querríamos unirnos a vuestra lucha?
-Además,-
añadió otra voz. Esta era masculina- os siguen. Esos dos chicos estuvieron a
punto de encontrar nuestra entrada, sean amigos o no. ¿Quién sabe si el
gobierno nos ha descubierto ya? Llevamos años viviendo aquí. Hemos formado una
comunidad. Incluso han nacido niños aquí. ¿Pretendes que esos niños pierdan a
sus padres en la guerra? Ha habido numerosas guerras en el mundo perfecto.
Nosotros creamos este lugar con la esperanza de vivir siempre en armonía. ¿A
caso quieres quitarnos nuestra paz?- el hombre enfurece por momentos. Si no
estuviera hipnotizada por sus palabras, me hubiera ido rápidamente. Parece que
son imperfectos, pues hablan del gobierno como enemigos. Pero, ¿Una comunidad
estable? ¿Con niños, incluso? No puedo creérmelo.
-No
podéis vivir siempre con la amenaza de un ataque inminente.-dijo el más joven,
un chico- Puede que consigáis vivir dos, tres años más sin que os descubran. Un
día, cuando salgáis de caza o a por agua, esos chicos os descubrirán y os
matarán sin pensarlo. Os damos hasta las doce del medio día de mañana para
pensar. Si no, nos iremos. Somos trece, todos con conocimientos de lucha.
Incluso hay ex militares. Podemos entrenaros. Pensadlo bien.
-¿Por
qué crees, chico perfecto, que aceptaríamos órdenes de uno de tu calaña? Sois
todos iguales: derrochadores, engreídos y cobardes. Nunca te ha faltado nada.
Nada te une a nosotros.
-No
quiero lideraros, solo ayudaros. Y sí, me he criado en el mundo perfecto. Pero
vosotros también lo hicisteis. Además, hay muchos imperfectos que me importan.
Lo que me recuerda que debo ir a ver cómo está Gabriela. Consultadlo con los
demás. Me apuesto lo que sea a que no quieren dejarse matar sin más, a que
quieren luchar.
Estoy
paralizada, en contra de la pared. ¿Ese es Samuel? No puedo creerlo. Bueno,
sabía que tenía el don de la palabra, pero nunca lo había escuchado hablar así.
Y esos idiotas. ¡Llamar a Samuel cobarde! ¡Ellos sí que lo son! Salgo de mi
ensimismamiento y entro en la sala con aire decidido, queriendo poner en su
sitio a aquellos viejos cobardes, pero todas mis pretensiones se esfuman al ver
a Samuel. Él no está mirando en mi dirección, está enfrascado en la pelea. Se
me cae el vidrio. El ruido que hace al caer es lo que atrae la atención de los
tres adultos demacrados que hay en la sala y de Samuel, quien se vuelve
bruscamente, en posición de combate, pero se relaja al verme.
-¡Gabriela,
cariño! No tienes ni idea de cuánto te he echado de menos.- me dice con su
sonrisa triste, la que me desarma por completo, en la boca. Incapaz de
aguantarme, corro hacia él, llorando, pero riendo a carcajadas.
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