miércoles, 19 de septiembre de 2012

Capítulo 21: A las montañas




Tengo frío. Me he tapado con el mantel, pero sigo teniendo frío. ¿Dónde estarán? Por la posición de la luna, deben de ser la una. ¿Por qué no viene Samuel a por mí, como me prometió? ¿Les habrá pasado algo? Por favor, que estén bien, por favor. La marea ha subido y se ha llevado los cadáveres de los chicos. Pobrecitos. Seguro que no se merecían eso. Pero ¿Alguien se lo merece? No tienen a nadie que les llore. Bastante llorarían sus familias cuando les desterraron. Cosas como ésta me ponen furiosa. Sociedad perfecta… ¡Y una mierda!
¿Habrán encontrado los chicos de negro nuestro campamento? No tendría que haberle hecho caso a Samuel. ¡Tendría que haber ido con él! Al final no aguanto más y decido ir a ver qué ha pasado. Lio la cesta y la fruta con la manta y me la ato fuertemente, casi hasta el punto de asfixiarme, a la espalda. Empiezo a subir lentamente el acantilado. Era más fácil bajarlo. Cuando llego arriba estoy empapada de sudor, que se me enfría enseguida en el cuerpo por el frío. Parece mentira que ayer hiciese tan buena noche. Estornudo. Tardo una media hora en llegar al campamento. Veo el fuego mucho antes de llegar. No es nuestra hoguera de todos los días, si no otra más grande. Puedo atisbar una silueta humana. Se me para el corazón y creo que muero.
 ¿Quién será? ¡Por favor, que no sea Samuel! ¿Dónde te has metido? Nuestras tiendas han desaparecido. ¿Se habrán quemado también? Voy corriendo al arroyo y apago el fuego, ayudándome de la cesta. Tardo como una hora en apagar el fuego. Parece que el cuerpo no es de Samuel, si no de alguien más pequeño. ¿Una mujer, quizás? Imposible de saber. Voy otra vez hacia el acantilado, esperando que él esté allí. Cuando llego, veo una enorme mancha de sangre en el suelo. No hace falta ser médico para saber que, habiendo perdido tanta sangre, lo más probable es que el que la haya perdido esté muerto. Me caigo de rodillas al suelo. No puedo evitar pensar en Samuel, buscándome desesperado y perdiendo la oportunidad de escapar de los chicos de negro. Lloro con furia. ¿Por qué él y no yo?
Empieza a llover a raudales. Lo único que quiero es que me caiga un rayo encima. Quiero morirme. Empiezo a gritar a pleno pulmón, ahogándome tanto por la lluvia como por mis propias lágrimas.
-¡No! ¿Por qué, Samuel? ¿Por qué tú?- quiero morirme. Sea lo que sea que haya después de la muerte, quiero estar a su lado. Lo que probablemente ocurra pronto. Si esos chicos están buscándome, seguro que vendrán, alertados por mis gritos. ¿Por qué me fui? ¿Por qué?- ¡Eh! ¡Venid! ¡Aquí estoy! ¡Matadme de una vez!- nada más gritar esa última parte, algo me llama la atención. Alguien ha escrito algo con la sangre en un árbol. Temo que se borre con la lluvia, por lo que enseguida voy a mirar lo que pone. ¿Quién sabe si fue su último mensaje para mí?
Cuando me acerco, puedo ver una gran R dibujada, al lado de una montaña y una flecha. La flecha señala hacia la sierra. Tampoco hace falta ser muy listo para saber que el mensaje es para mí. Y lo ha escrito Samuel, ya que pone “R”. Nadie más me llama así. Samuel quiere que vaya a la montaña. ¿Estará él ahí? Vuelvo a tener esperanza, quizás la sangre sea de otro. Entonces, ¿Por quién tengo que llorar? ¿Por Carolina? ¿Quizás por Camile? ¿O por los gemelos? ¿Y quién era el de la hoguera? Me siento terriblemente egoísta, pero aunque me muero de pena, el dolor era mucho peor cuando creía que Samuel estaba muerto. El amor es lo que tiene, nos vuelve egoístas ¿No?
Los chicos de negro se acercan, oigo sus pisadas en el bosque. Desesperada, borro la marca de sangre con el dedo. Gracias a Dios, la lluvia ha hecho que aún esté húmeda. Con sólo poner mi mano debajo de la lluvia, ésta se limpia. Intento subir al árbol. No se me da muy bien, pero consigo subirme en una rama a unos cuatro metros del suelo. Espero que el follaje me oculte. Están peleándose.
-¡La chica no está aquí!- está diciendo el más corpulento. Éstos no se parecen en nada a Ana y Víctor. Se ven más… ¿Amenazadores? ¿Letales? Quizás sean la ayuda del gobierno de la que hablaban. Si Ana hacía eso con los cuchillos, ¿Qué habilidades para la lucha tendrán estos?
-¡No debe de haber ido muy lejos! Hace muy poco tiempo que estuvo aquí. Ya oíste cómo gritaba. Parece que encontró las cenizas de su amiga, y la sangre del chico.-dice el otro, el rubio. Parece que disfruta diciendo eso. Su expresión es más cruel. ¿De quienes estarán hablando? Seguro que no de Samuel. No puede ser, ¿Verdad? Me ha dejado un mensaje. Y si hubiese estado muriéndose, no hubiera podido escribirlo, ¿No?  Vamos, digo yo.
-Entonces, ¿Vamos por dónde se fueron los demás? Tomaron dirección noroeste.- ¡Oh no! ¡Saben por dónde se fueron! No puedo permitir que vayan detrás de ellos. Pero, ¿Cómo podría pararles? Ellos tienen armas, y yo nada. Bueno, llevo el mantel con la cesta. Me lo desato de la espalda y coloco la cesta en el medio, atando los dos extremos y enrollándolos. En esto consiste mi única arma. La cesta es pesada, pero no puede competir de ninguna manera ni con la menos mortífera de sus armas. Pero, de pronto, dice algo que parece música para mis oídos.- Aunque primero debemos ir a por munición. Hemos gastado todas nuestras balas en esa escoria.
Ellos me superan en número, instrucción y tamaño, pero yo cuento con el factor sorpresa y, sobre todo, con el deseo desesperado de salvar a las pocas personas que me importan en este mundo. Eso puede ser más fuerte que nada. No tengo por qué matarlos-ni creo que pueda-, lo que voy a intentar será dejarlos inconscientes para llegar allí antes y avisar a mi pandilla. Bueno, más que pandilla, familia. Eso es lo que hacen las familias, ¿No? Protegerse los unos a los otros. Primero iré a por el más grande. Apenas podrá pensar: ¿Qué ha sido eso? El problema será el otro. Voy a tener que sudar bastante antes de poder dejarlo K.O.
Caigo encima del grandote y le doy con la cesta en la cabeza. Se pega un buen porrazo al caer. Se queda inconsciente enseguida. Me pregunto si no hubiese dado igual que le hubiera golpeado con la cesta. Como suele decirse: “Cuando más alto, más grande es la caída”. No creo que el que se lo inventase se refiriese a este tipo de altura, pero tanto da. Lo he dejado K.O, que es lo importante. Ni siquiera ha hecho ruido. El otro sigue andando como si nada. Me acerco sin hacer ruido. Si consigo que no sepan quién les ha atacado, mucho mejor.
No creo que sea posible. Le ha hecho una pregunta a su compañero y, al no obtener respuesta, se ha vuelto a ver qué pasa. Creo haberle subestimado. En menos de dos segundos consigue reaccionar y me coge por el cuello. A pesar de ser más pequeño que yo consigue levantarme dos palmos. Intento deshacerme de su presa, tiro mi arma al suelo y le araño las manos, pero él es muy fuerte. Decido recurrir a la clásica patada en las partes. Funciona. Se retuerce de dolor en el suelo y yo aprovecho para volver a coger mi arma improvisada y aporrearle en toda la cabeza con ella. Se queda inconsciente en cuestión de segundos. ¡Lo conseguí! Me toco el cuello dolorido y descubro sangre en mis manos cuando las retiro. ¿Cómo ha ocurrido? Busco en vano una herida o algo, ya que la sangre no es mía. El chico con expresión cruel tenía una herida en la mano izquierda. ¿Cuál de mis amigos se la habrá hecho? ¿O habré sido yo?
De pronto me siento terriblemente mal por haberle hecho daño a dos personas. Aunque se lo tenían bastante merecido. ¡Me ponen histérica estos perfectos asesinos a sueldo, que se creen mejor que nosotros! Eso debería ser una imperfección, toda esa maldad, todo ese odio a los imperfectos, toda esa crueldad. Lo que pasa es que ellos le son útiles al estado, mientras que nosotros, o no podemos servir de nada a la sociedad, o “empeoramos la raza”, según ellos. Sociedad perfecta… ¡Y una porra! Como diría mi Samuel, las personas buenas son las perfectas, no las que se dedican a matar a niños. Samuel… tiene que estar vivo. Si no, lo sabría. No sé cómo, pero sé que no le ha pasado nada malo. Simplemente, lo sé.
-¡A las montañas, se ha dicho!-digo sin darme cuenta en voz alta. Miro hacia atrás. Siguen inconscientes. Bien. Y así, diluviando, doy por empezado mi viaje.


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